Todos hemos sido llamados a la vida sin que hayamos podido merecerla, ni pedirla o proponerla. Antes de cualquier decisión de nuestra voluntad y por encima de cualquier posibilidad de elegir, ya estamos aquí.
Pero, ¿para qué estoy en el mundo? Evidentemente, para ser yo mismo, para realizarme según mi vocación. ¿Cómo llegar a ser uno mismo? Solo seré yo mismo si soy para los demás, más allá de mi individualidad y más allá de los grupos humanos a los que pertenezco.
Cada uno de nosotros necesita de los demás para realizarse. Necesitamos de otras personas para nacer, crecer y desarrollar nuestras cualidades: necesitamos a los demás para ser nosotros. Somos cristianos en la medida que nos damos a los demás. Dejamos de serlo en la medida que nos aprovechamos de los demás de cualquier forma.
Dios nos ha dado muestras más que suficientes para fiarnos de Él. A través de Jesucristo nos ha mostrado la vocación última a la que nos llama: ser hijos suyos, como nos recuerda la segunda lectura. No solamente nos ha señalado el horizonte último y a la vez inmediato de nuestra vida, sino que nos ha enseñado el verdadero sentido de nuestra humanidad: el ser para los demás.
Todos los cristianos estamos llamados a concretar esta actitud fundamental en una vocación específica. El Señor sigue suscitando vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales que se comprometan con la misión de su Iglesia de anunciar a todos los hombres la buena noticia.
Oremos, confiando en Dios que tiene la iniciativa en toda llamada vocacional, en todos los ámbitos y espacios eclesiales: en las familias y en las parroquias, en los movimientos y grupos apostólicos, en las comunidades religiosas, en las diócesis.