
Un día llegó un grupo de leñadores. Arrancaron las plantas más bellas y frescas: acebo con bolitas rojas, musgos y diversos adornos navideños. También se acercaron al pequeño abeto. “Qué bello, tierno y cimbreante se presenta!”, oyó que comentaban. Terminaron arrancándolo con cuidado, con sumo cariño; cada azadonazo era una sonrisa en el abeto, que no cabía en sí de gozo, y un temblor en sus ramitas.
La primera noche estuvo muy nervioso. Notaba calor, más que en el bosque; un calor extraño. Se encontraba solo y le preocupaba mucho qué sería de él. Muy de mañana fue expuesto en una calle mojada, entre vendedores chillones y compradoras cotillas. Estaba en el mercado.
Llegó una mujer, una ama de casa. Preguntó por aquel abeto tan fresco y bello. Terminó comprándolo, junto con unas ramitas de acebo y una piña americana para el postre de Nochebuena.
El abeto estaba asombrado de lo bien que lo vistieron y de lo bien que lo trataban en aquella casa adonde llegó. Presidía una gran sala y estaba engalanado con toda clase de cintas de colores, con bolitas brillantes, con lucecitas y con una gran estrella también con luz a ratos.
Así pasó todas las fiestas. Se cumplió su sueño dorado de ser “árbol de Navidad”. Recibió el aplauso y los halagos de todos los invitados de aquella familia. Llegaron los Reyes y los niños jugaban alrededor de él. Y… Terminaron las fiestas de Navidad!.
El pequeño abeto fue a parar a un viejo desván. Allí quedó encerrado. Los ratones, ahora, ya no se burlaban de él, querían consolarlo sin que él lograra reanimarse. Sus hojitas iban cayéndose, necesitaban el frescor de la montaña, el vestido blanco de la nieve, los trinos de los pájaros…

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