Todo empezó en un viejo bosque de abetos, a finales de año y cuando un manto blanco se extendía por la campiña. Un pequeño abeto susurraba: “¡Ojalá me cogieran para ser árbol de Navidad!”. Todos se reían de él en el bosque, hasta los conejos y los ratones. Pero su ilusión era tan grande que no conseguía dormir, sintiendo más frío que de costumbre y, eso sí, pareciéndole que la luna era más clara y bella que nunca.
Un día llegó un grupo de leñadores. Arrancaron las plantas más bellas y frescas: acebo con bolitas rojas, musgos y diversos adornos navideños. También se acercaron al pequeño abeto. “Qué bello, tierno y cimbreante se presenta!”, oyó que comentaban. Terminaron arrancándolo con cuidado, con sumo cariño; cada azadonazo era una sonrisa en el abeto, que no cabía en sí de gozo, y un temblor en sus ramitas.
La primera noche estuvo muy nervioso. Notaba calor, más que en el bosque; un calor extraño. Se encontraba solo y le preocupaba mucho qué sería de él. Muy de mañana fue expuesto en una calle mojada, entre vendedores chillones y compradoras cotillas. Estaba en el mercado.
Llegó una mujer, una ama de casa. Preguntó por aquel abeto tan fresco y bello. Terminó comprándolo, junto con unas ramitas de acebo y una piña americana para el postre de Nochebuena.
El abeto estaba asombrado de lo bien que lo vistieron y de lo bien que lo trataban en aquella casa adonde llegó. Presidía una gran sala y estaba engalanado con toda clase de cintas de colores, con bolitas brillantes, con lucecitas y con una gran estrella también con luz a ratos.
Así pasó todas las fiestas. Se cumplió su sueño dorado de ser “árbol de Navidad”. Recibió el aplauso y los halagos de todos los invitados de aquella familia. Llegaron los Reyes y los niños jugaban alrededor de él. Y… Terminaron las fiestas de Navidad!.
El pequeño abeto fue a parar a un viejo desván. Allí quedó encerrado. Los ratones, ahora, ya no se burlaban de él, querían consolarlo sin que él lograra reanimarse. Sus hojitas iban cayéndose, necesitaban el frescor de la montaña, el vestido blanco de la nieve, los trinos de los pájaros…
En pocos días quedó reducido a un viejo y seco abeto. Ya no servía ni para la basura. En una de las revisiones del desván, terminó en el fuego de la chimenea. Por la chimenea, el aire recogía sus cenizas y las trasladaba al bosque. Ellas fueron quienes contaron al resto de los abetos lo ocurrido. Por eso en diciembre, los abetos más viejos suelen contar a los jóvenes la historia de un compañero suyo que quiso ser “árbol de Navidad”.
Un día llegó un grupo de leñadores. Arrancaron las plantas más bellas y frescas: acebo con bolitas rojas, musgos y diversos adornos navideños. También se acercaron al pequeño abeto. “Qué bello, tierno y cimbreante se presenta!”, oyó que comentaban. Terminaron arrancándolo con cuidado, con sumo cariño; cada azadonazo era una sonrisa en el abeto, que no cabía en sí de gozo, y un temblor en sus ramitas.
La primera noche estuvo muy nervioso. Notaba calor, más que en el bosque; un calor extraño. Se encontraba solo y le preocupaba mucho qué sería de él. Muy de mañana fue expuesto en una calle mojada, entre vendedores chillones y compradoras cotillas. Estaba en el mercado.
Llegó una mujer, una ama de casa. Preguntó por aquel abeto tan fresco y bello. Terminó comprándolo, junto con unas ramitas de acebo y una piña americana para el postre de Nochebuena.
El abeto estaba asombrado de lo bien que lo vistieron y de lo bien que lo trataban en aquella casa adonde llegó. Presidía una gran sala y estaba engalanado con toda clase de cintas de colores, con bolitas brillantes, con lucecitas y con una gran estrella también con luz a ratos.
Así pasó todas las fiestas. Se cumplió su sueño dorado de ser “árbol de Navidad”. Recibió el aplauso y los halagos de todos los invitados de aquella familia. Llegaron los Reyes y los niños jugaban alrededor de él. Y… Terminaron las fiestas de Navidad!.
El pequeño abeto fue a parar a un viejo desván. Allí quedó encerrado. Los ratones, ahora, ya no se burlaban de él, querían consolarlo sin que él lograra reanimarse. Sus hojitas iban cayéndose, necesitaban el frescor de la montaña, el vestido blanco de la nieve, los trinos de los pájaros…
En pocos días quedó reducido a un viejo y seco abeto. Ya no servía ni para la basura. En una de las revisiones del desván, terminó en el fuego de la chimenea. Por la chimenea, el aire recogía sus cenizas y las trasladaba al bosque. Ellas fueron quienes contaron al resto de los abetos lo ocurrido. Por eso en diciembre, los abetos más viejos suelen contar a los jóvenes la historia de un compañero suyo que quiso ser “árbol de Navidad”.
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