Como todos los años me dirijo a ustedes ante la proximidad del Adviento, este tiempo litúrgico “especial” en el que la sabiduría de la Iglesia nos hace ejercitar la vigilancia en la esperanza y en la espera.
Una vez más ¡Dios viene! Tenemos necesidad de todos los “Advientos” de nuestra existencia, para comprender el don de la venida del Señor y acoger el llamado cotidiano de “encarnar” a Cristo en nosotros, de hacerlo crecer por la acción del Espíritu Santo y «con él ser camino, verdad y vida para los hermanos» (Const. 8).
No somos nosotros quienes esperamos a Dios. Es él quien nos espera, y aún más; irrumpe en nuestra vida y en la historia atormentada de nuestros días. Entra en los ritmos del tiempo, se acerca a la humanidad que sufre, impregnando cada realidad del amor y de la misericordia de Dios, en cuyas manos está el destino del mundo. La aceptación de la venida de Cristo transforma nuestra mirada sobre la realidad, permitiendo que la acción de Dios nos transforme en creaturas nuevas (2Cor 5,17).
De este modo el Adviento se transforma en tiempo oportuno para profesar nuestra fe en el Señor que guía la historia y comunicar así la alegría de una experiencia que cambia la vida. En la exhortación apostólica post-sinodal Verbum Domini, Benedicto XVI escribe: «No hay prioridad más grande que esta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios, al Dios que nos habla y nos comunica su amor para que tengamos vida abundante.
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