A medida que pasan los años desaparece la urgencia de las cosas, aún de aquellas buenas y virtuosas. Nos sentimos tan sólo hormigas que se agitan bajo el cielo de Dios, el único ser que continúa siendo verdaderamente especial. Antes yo tenía más ideales, más sueños, incluso apostólicos; hoy, m{s que nunca, se me abren los ojos a la verdad que sin Él, ‚nada podemos hacer‛. Donde el hacer nada significa también, que sin Cristo nada puedo gustar, nada pensar de significativo para mí, ni para los otros. La verdadera solución es hacer amistad con este nada, tanto, de hacernos injertar en Cristo ‚sin peros‛. Si falta este injerto, escribía don Alberione, ‚el hombre sigue siendo un ser incapaz y ridículo‛. Los santos son siempre así: gente segura de algunas pequeñas y elementales verdades llevadas al extremo por el amor. Pero ¿quién es este Él y qué cosa es este nada?
Empezamos desde la segunda pregunta. Cuando abrimos los ojos al esplendor de nuestro nada debemos hacer una seria aclaración: nosotros no somos ‘nada’ en sentido sustancial (lejos de ello): somos semejantes a Dios que reposa tranquilo en lo más profundo de nuestra alma, ¡tal como Jesús reposó sobre el cojín de la barca, durante la tempestad!); sino que lo somos respecto a nuestra voluntad efímera y a nuestros pensamientos desvanecidos, que reducen todo a la medida de nuestra mediocridad en la cual a menudo nos entretenemos. Este ‘nada’ no es un problema para Dios, sino el hecho de disimular que no existe. Aceptemos con los ojos abiertos la nada que somos y limpiemos nuestra alma de tal modo que se convierta en lugar nítido donde pueda resplandecer la Gracia.
Pero la Gracia ¿en qué forma? Aquella del Crucificado. Detengámonos un momento a pensar: Cristo, para redimirnos, podría haber muerto de cualquier otro modo; San Alfonso de Ligorio decía, que si Jesús sólo debía rescatarnos, podría haber muerto durante la matanza de los santos Inocentes de Belén. Pero hubiera sido un acto de amor distinto: bellísimo y agradable al Padre, pero incapaz de apaciguar nuestras peticiones. En cambio ha querido morir después de ‚suplicios inventados a propósito para Él‛ (Alberione) para hacernos comprender no tanto el amor, cuanto la calidad desmesurada de tal caridad. La exageración divina, que hace su amor además de grande, también nítido, estalla en el fondo de nuestra alma clavándonos en la verdad del axioma clásico: ‚¡el que no se ha conmovido meditando la Pasión, no sabe que cosa es el amor!‛
Pero lo mejor aún está por decirse: este Hombre clavado en el leño, sin vida y sin poder, es precisamente aquel sin el cual, nuestro nada queda irreparablemente tal. Del Impotente por excelencia, tenemos necesidad: sin él nada podemos gustar, amar, juzgar. He aquí la paradoja espiritual: ¡del Impotente tenemos necesidad! Nosotros, los hombres hemos ligado al Hijo de Dios. Para llegar a ser poderosos con Él, debemos reducirnos nosotros mismos a la impotencia, lig{ndonos a la Cruz. Se necesita poco; basta ser honestos. ‘Ligarse’ es ‘reconocerse’. ‚Yo soy aquel que soy, tú eres aquella que no eres‛ confiaba Cristo a Santa Catalina de Siena.
Cuaresma: contemplación de nuestro nada, que nos reconcilia con la vida y la muerte, con los errores del pasado y con los de los demás; tiempo para engañar al dueño del mundo que tiene prisioneros nuestros corazones, haciéndonos confundir lo inútil con lo verdadero (cf. F. Battiato). Pascua: el resplandor sobre nosotros del Inmaculado Esplendor del Amor.
Giuseppe Forlai, igs
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