¿Quién no ha experimentado la muerte? Como pascua personal a todos nos tocará en un momento u otro. Pero como experiencia ajena, todos la hemos sentido. Cercana o lejana. En un familiar o un amigo. En los desastres naturales o las guerras que nos traen todos los días los medios de comunicación.
La muerte como realidad que nos pilla de improviso, de sopetón o como proceso lento que nos afecta a nosotros mismos cuando vemos que los años o la enfermedad nos van acortando las fuerzas y limitando la vida. La muerte está ahí. Siempre presente. Por mucho que nuestra cultura nos haga vivir la ilusión del ser siempre jóvenes, fuertes y guapos.
Por mucho que nos empeñemos en cuidar la salud a base de una buena alimentación, de hacer deporte y de seguir todos los consejos que los médicos puedan imaginar. Todo es por agarrarnos a la vida. A esta vida, que nos parece que es lo único que tenemos. Aunque notemos que, como la arena de la playa, se nos escapa de entre los dedos de la mano sin que podamos hacer nada ni sepamos a ciencia cierta cuánta arena nos queda entre los dedos.
Recuerdo ahora el chiste del sacerdote que atiende a un moribundo con palabras de consuelo: “Mira, hijo, tienes que tener confianza porque vas a ir a la casa del Padre.” Y el moribundo le responde: “Dirá usted lo que quiera, pero como en la casa de uno en ningún sitio.” Es un chiste pero refleja muy bien ese apego a la vida que todos tenemos.
No podía ser de otra manera porque es el mayor don que tenemos y los creyentes estamos convencidos de que es un regalo que hemos recibido de Dios.
Ante la muerte y la vida
En Cuaresma, tiempo de encuentro con nuestra realidad más honda, no podía faltar un momento de hacer presente ante nuestros ojos la muerte y, por tanto, la vida. Y, como creyentes, poner esas realidades en relación con Dios, en presencia de Dios.
Comprometidos con la vida de todos
Todavía estamos aquí, ciertamente. Todavía estamos envueltos por la muerte, que amenaza continuamente nuestras vidas. Pero la fe nos hace mirar más allá, nos ofrece una perspectiva más amplia. Nos hace vivir en la confianza y en la esperanza.
Al relacionarnos con la vida, en todas sus formas, sabemos que no está llamada a disolverse, a desaparecer, sino a llegar a su plenitud en Dios. Decir esto, creer esto, no nos puede dejar en una situación de pasividad. Nos sentiremos comprometidos a cuidar la vida, a defenderla, a promoverla, a devolverla su dignidad allá donde se haya perdido.
Recordemos a la madre Teresa de Calcuta cuando abrió aquella casa para acoger a los moribundos que estaban tirados por las calles. No pretendía devolverles la vida pero sí que murieran con la dignidad que merece una persona, un hijo de Dios.
Desde esta perspectiva, creer en el Dios de la Vida nos llevará a defender la justicia, a promover la fraternidad, a amar a los que nos rodean, a cuidarnos unos a otros, porque todos somos don de Dios. En nosotros vive hoy el Espíritu de Dios. Él nos vivifica y nos hace compartir esa vida con todos. No hay enfermedad que acabe con la muerte. Para Dios no hay ningún caso perdido. La casa de Dios es mi casa, nuestra casa, la verdadera casa y la verdadera familia a la que estamos llamados a pertenecer. En tanto que estamos aquí, de paso, estamos comprometidos a caminar juntos, a no perder a nadie. Porque todos somos familia de Dios. Y a todos nos espera Dios en la meta.
Autor: Fernando Torres Pérez cmf
Fuente:www.ciudadredonda.org
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