La Semana Santa nos hace sentir el aliento divino. En ella están compactadas grandes verdades de la fe, como la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, cuyo relato nos estremece al proclamarlo dentro de la liturgia. En la austeridad de esos días, quienes podemos celebrarlos bien, sentimos la belleza de una teología narrativa, cuyo simbolismo ilumina muchas realidades del drama humano de la vida. A la par del relato de los sufrimientos de Cristo, vemos iluminarse, como en un primer plano, todos los demás dolores que sigue padeciendo la humanidad entera.
Desde el Domingo de Ramos hasta el de Pascua, se nos hace una eternidad la relectura de aquellos escenarios vividos por Cristo. Es intenso descifrar su contenido y aplicarlo a la realidad, ya sea en el microcosmos de nuestras propias historias personales o en el macrocosmo de la gran Historia por la que transita la humanidad actual.
Si ponemos ante nuestros ojos aquellos personajes, son impresionantes su peso y las consecuencias de su acción. Parecen ignorar la trascendencia de lo que está pasando, aunque ya estuvo escrito en muchas profecías.
Allí están representados distintos poderes, civiles y religiosos, locales y extranjeros, con sus propios intereses, y a vistas de un pueblo que se deja manipular por los que entienden bien la psicología de las masas y las conducen, con un falso liderazgo, hacia el mal. Allí están también los buenos, más vulnerables que nunca, aplastados por las fuerzas sutiles del mal. ¿Con cuál de ellos nos identificamos?, ¿a quién nos pareceremos más? Sin embargo, somos también los creyentes de la religión en la que muchas veces Dios, de los males, saca bienes. Año tras año, la Semana Santa es la oportunidad de recordarlo. ¿No tenía el Mesías que padecer todo eso para entrar en su gloria? (Lucas 24, 26).
La verdad es que la Resurrección acaba iluminando todo el misterio del dolor y del sufrimiento. No podemos llorar y sufrir como los que no tienen fe. Para nosotros, el misterio del mal en el mundo, al lado de todas las teorías que se puedan seguir planteando, tiene una fisura por la que se le puede vencer y no es otra que la voluntad de vencer al mal a fuerza de bien. Nos lo enseñó Jesús; por eso, tantas veces, acabamos dando las gracias de haber sufrido.
Autor: Padre Roberto Fernández
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